A golpe de real decreto-ley y de reducciones drásticas de partidas presupuestarias, al Sistema para la Autonomía y la Atención a la Dependencia se le está sometiendo a una muerte agónica
Sabemos que hay distintas maneras de hacer política. Desde el 2011 en nuestro país se han introducido nuevas Leyes Orgánicas o modificado otras ya existentes que han alterado profundamente tanto el reconocimiento de derechos sociales como su articulación en políticas concretas. Con el anteproyecto de ley del aborto, la nueva ley de seguridad ciudadana, la ley para la mejora del sistema educativo o la nueva ley de reforma del gobierno local, es relativamente fácil entender qué cambia, dónde está el antes y el después de la iniciativa legisladora, qué perdemos y qué supuestamente ganamos.
Pero se hace también política cuando, manteniendo la norma intacta, se articulan estrategias menos expuestas al escrutinio público de desmantelamiento progresivo y sistemático de los sistemas y mecanismos que ponen en práctica una ley, que garantizan el acceso a un derecho. Esto es exactamente lo que ha sucedido con Ley 39/2006 del 14 de diciembre de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia. A golpe de real decreto-ley y de reducciones drásticas de partidas presupuestarias, al Sistema para la Autonomía y la Atención a la Dependencia se le está sometiendo a una muerte agónica.
El RD-ley 20/2011 y RD-ley 20/2012 combinados, escondían tras una supuesta “racionalización y sostenibilidad del sistema” el ahorro del gasto estatal en dependencia fundamentalmente de tres maneras: una, disminuyendo los niveles de protección (se reduce en un 15% las cuantías de las prestaciones, - situando la cuantía mínima y máxima para una prestación para cuidado no profesional en 300 y 442 euros respectivamente- y se suprime la aportación estatal a las cotizaciones de las cuidadoras familiares); dos, impidiendo la entrada de nuevos beneficiarios y expulsando a otros a quienes ya se les había concedido la titularidad del derecho; y tres, suprimiendo el nivel acordado de financiación a las Comunidades Autónomas. (Véase para más detalle el último dictámen del Observatorio de la Dependencia en su último dictámen -http://bit.ly/1b40fQX).
A consecuencia de estas medidas, la lista de espera para acceder al sistema de la dependencia se ha reducido en un 37% con datos de este mes de enero, no porque haya una mayor agilidad y eficacia en la tramitación como orgullosa declaraba hace unas semanas la Ministra sino porque se han tachado a miles de personas de la lista.
Entonces ¿en qué punto nos encontramos?
En primer lugar, hemos recortado en una partida presupuestaria que ya estaba en unos niveles de gasto ínfimos: como muestra el gráfico gastamos por debajo del 1% del PIB en cuidados de larga duración, sólo por encima de Portugal, República Checa, Eslovaquia, Hungría y Polonia. Si lo miramos en gasto per cápita, somos el sexto país por la cola entre los países de la OCDE. En consecuencia, tenemos unos índices de cobertura (entendido por la proporción de personas en situación de necesidad en relación a los servicios disponibles) en sus niveles mínimos. De la escasez de servicios públicos se desprende el tamaño del sector de cuidados en la estructura ocupacional española: las personas empleadas en el sector formal de cuidados de larga duración apenas supera el 1% de la población activa, de nuevo por debajo de la gran mayoría de los países desarrollados.
Gasto en cuidados larga duración, como porcentaje del PIB, 2010
En segundo lugar, esta exigua oferta de servicios, prestaciones o trabajos dedicados a lo que llamamos ‘dependencia’ contrasta con una creciente demanda provocada por nuestro progresivo envejecimiento, la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo y cambios en las pautas socio-demográficas de la población.
En tercer lugar, tras unos (pocos) años en los que pensamos que seríamos capaces de desarrollar una política de cuidados equitativa y universal integrada en el seno de nuestro estado de bienestar, volvemos exactamente al punto en el que estábamos: a las familias, que con sus medios y su capital humano hacen frente a un problema que pese a tener magnitud social, lo seguimos considerando privado. Sólo así se explican las cerca de 700,000 personas, fundamentalmente mujeres y de origen inmigrante en su mayoría, que trabajan en el sector doméstico según los últimos datos de la EPA, de las cuales solamente unas 400,000 están afiliadas a la Seguridad Social.
Esto nos puede ir más o menos bien en cuanto que ahorramos en políticas que son costosas desde un punto de vista meramente económico. Pero el ahorro sale caro socialmente: en desigualdades sociales, en calidad del servicio, en precarización de una mano de obra que de otra forma podría no estarlo. En definitiva, en pasarnos la vida tapando agujeros.
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