Recuerdo con claridad el día en que recibimos el diagnóstico de que mi hijo José Julián, entonces de cuatro años, presentaba características del espectro del autismo.
Así empezó para nuestra familia el proceso intenso y confuso del recorrido por médicos y terapeutas, la búsqueda de la escuela idónea y los ajustes para entender el mundo tal y como lo percibe mi hijo. En ese camino hemos encontrado de todo: promesas de curas milagrosas, felicitaciones por haber engendrado un “ niño índigo” , maestras, sicólogas, terapeutas y siquiatras extraordinarias y claro, las declaraciones bien intencionadas pero a veces inoportunas de la gente: “a tu hijo le pasa algo, ¿verdad?” , “ esos niños son geniales en matemáticas” , o “¿por qué habla con acento?”.
Las respuestas no satisfacen las expectativas de los que han generado su impresión sobre el tema a base de películas como “ Extremely Loud, Incredibly Close” , o la serie “ Big Bang Theory”. Lo que le pasa a mi niño es que tiene el Síndrome de Asperger (una variante dentro del espectro del autismo), no es un fenómeno ni en matemática ni en computación (le tocó heredar esa deficiencia mía) y sí, tiene una capacidad increíble para reproducir un diálogo con la pronunciación en la que lo escuchó.
Esto, de hecho, hace que cada vez que me escucha a mí o a otra persona hablando inglés con puro acento boricua pregunte asombrado: “ ¿qué les pasa que hablan el inglés tan raro?”. Como otros niños con esta condición neurológica, José Julián tiene un vocabulario extenso y complejo, se obsesiona con temas sobre los que absorbe datos de manera impresionante y se le hace difícil manejar ciertas claves sociales como el lenguaje no verbal o darle espacio a los intereses de los demás.
Tiene un conocimiento vastísimo de zoología, un amor y respeto enorme por la naturaleza, una gran afición por los dinosaurios, y muy poca tolerancia hacia quien no distinga una macrauquenia de un diprodonte. Con él, he aprendido que los ornitorrincos y los equidnas son los únicos monotremas (mamíferos que ponen huevos) y he recuperado el sentido de maravilla ante un arcoiris.
La forma literal con que maneja el lenguaje provocó que cuando murió mi abuela, escudriñara el cielo para ver si de verdad ella estaba allí. Si los huracanes tienen ojo, me dice, lo natural es que tengan orejas y boca, y le preocupa en qué se va a convertir el ser humano si, como dicen sus libros, seguimos evolucionando. Además, su profundo sentido justiciero (típico de Aspergers) no deja de conmoverme; no encuentro respuesta para sus preguntas constantes sobre el por qué del sufrimiento de los niños con cáncer o en silla de ruedas, o por qué algunos contaminan el hábitat de las criaturas que tanto le fascinan. Y, por supuesto, siendo mi hijo, ese afán tiene su vertiente política. Cuando vio conmigo la llegada de Javier Culson en las semifinales en Londres, se emocionó como nunca: “ ¡mamá, ahora podremos ser república!”. Su maravillosa disposición para el afecto y la ternura y su particular sentido del humor hace que los inconvenientes que provocan ciertas dificultades motoras y sensoriales se hagan minúsculos. Hace años, alguien me dijo: “ tu hijo puede hablar con los ángeles”.
No sé si sea así, pero por alguna vía celestial me llegó esa inmensa bendición que, sin importar cómo se clasifique clínicamente, me ha mostrado el mundo de una manera más pura y más intensa. Y si de verdad estamos evolucionando, que sea para parecernos un poco más a los niños como él.
Publicado en la Revista El Botiquín, No. 6, Abril-Junio, 2013 de la Asociación de las Farmacias de la Comunidad. Disponible en http://www.afcpr.net/
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