Los sondeos revelan que las personas con discapacidades consistentemente indican que tienen una buena calidad de vida. Entonces ¿por qué a menudo la gente asume que estos individuos son infelices?

¿Usted alguna vez ha pensado que preferiría estar muerto que discapacitado? Esta no es una reflexión inusual. En la vida cotidiana la discapacidad está asociada con el fracaso, con la dependencia y con no ser capaz de llevar a cabo actividades.
Nos lamentamos por los discapacitados porque imaginamos que debe ser miserable vivir así.
Pero de hecho estamos equivocados.
Hay algo que se llama “la paradoja de la discapacidad”: la gente con impedimentos dice que tiene una calidad de vida tan buena, y a veces incluso mejor, que la de los no discapacitados.
Los estudios muestran, por ejemplo, que los niveles generales de satisfacción con la vida, de la gente con lesiones de la médula espinal, no se ven afectados por su discapacidad física.
Incluso los detalles clínicos sobre si la lesión medular es superior o inferior, completa o incompleta -todos los aspectos que afectan el funcionamiento físico- no parecen hacer mucha diferencia. El florecimiento humano es posible incluso cuando se carece de un sentido importante, como la vista, o cuando no se puede caminar, o cuando se es totalmente dependiente físicamente de otros.

Sin comparación

Tom Shakespeare
Tom Shakespeare es escritor y sociólogo. Nació con enanismo.
¿Por qué es así?
Si lo piensa por un momento se dará cuenta de que la gente que nació con un impedimento no tiene con qué comparar su existencia actual.
Alguien que carece de oído o de visión nunca ha experimentado la música o el canto de un ave, las artes visuales o un paisaje sublime.
Alguien con una discapacidad intelectual puede no considerarse diferente de ninguna forma. Alguien como yo, que nació con crecimiento restringido (o enanismo), siempre ha sido así. Incluso si la vida es en ocasiones difícil estamos acostumbrados a ser así.
Para la gente que se volvió discapacitada, hay una trayectoria típica. Lo puedo decir por mi experiencia personal después de que me ví paralizado en 2008. Inmediatamente después de la aparición de una lesión o una enfermedad, uno puede sentirse profundamente deprimido e incluso se puede contemplar el suicidio. Sin embargo, después de un período de tiempo la gente se adapta a su nueva situación, reevalúa su actitud ante la discapacidad y comienza a sacar el mayor provecho de ella. A veces, se ven impulsados por obtener mayores logros que antes. Basta con recordar a esos increíbles atletas paralímpicos.
Quizás ustes sea escéptico sobre la naturaleza subjetiva de los datos sobre calidad de vida. Los expertos en bioética a veces describen estos autoexámenes en términos del concepto del “esclavo feliz”. En otras palabras, la gente piensa que es feliz porque no conoce otra cosa. Quizás estas alegres personas con discapacidades se están engañando a sí mismas. O quizás están engañando a otros. Es probable que en privado admitan su miseria, mientras en público ponen cara de valientes. Sea una cosa u otra, lo que se deduce es que estos individuos viven en una especie de negación.
Síndrome de Down
Muchos discapacitados no tienen con qué compararse.

Explicaciones equivocadas

Pero todas esas explicaciones son condescendientes, por no decir insultantes. Aún más importante, están equivocadas. La investigación en un campo llamado psicología hedónica apoya los autoanálisis sobre la buena calidad de vida de la gente discapacitada. Científicos como Daniel Gilbert han llevado a cabo pruebas extensas sobre lo que la gente dice y cómo piensa. El resultado es el concepto de adaptación hedónica, que se refiere a la forma como después de un trauma, la calidad de vida eventualmente regresa a lo que era antes de que ocurriera el trauma. Increíble, ¿no le parece? Despafortunadamente esto también ocurre en dirección contraria: por ejemplo, si usted tiene la suerte de ganarse la lotería, se sentirá muy afortunado durante un año o dos, pero después volverá a ser tan miserable o tan alegre como lo era antes de su golpe de suerte.
Pero si estos autoanálisis son verdaderos, necesitaremos encontrar mejores formas de entender la paradoja de la discapacidad.
Para comenzar, podemos ofrecer recuentos más matizados de los procesos psicológicos que ocurren en la mente de una persona con una discapacidad. Adaptarse significa encontrar otra forma de hacer algo. Por ejemplo, una persona paralizada puede conducir, en lugar de caminar, a su destino. Se logra lidiar con la situación cuando gradualmente la persona redefine sus expectativas sobre su funcionamiento. Decide que una caminata de medio kilómetro es buena, incluso si previamente sólo hubiera estado contenta con un paseo de 16 kilómetros. Aceptación es cuando alguien aprende a valorar otras cosas: decide que en lugar de salir a caminatas al campo con amigos, es mucho más importante ser capaz de ir a buenos restaurantes con ellos. Esto nos enseña una lección importante: los seres humanos son capaces de adaptarse a casi cualquier situación, encontrar la satisfacción en las pequeñas cosas que pueden lograr y obtener felicidad de sus relaciones con familia y amigos, incluso en ausencia de otros triunfos.
Les Intouchables
La cinta Amigos Intocables presenta a un rico parisino discapacitado.

Compensación

Nuestra apreciación de la vida con una discapacidad puede tener menos que ver con la realidad que con el temor, la ignorancia y el prejuicio. Asumimos incorrectamente que las dificultades de la gente resultan en desgracia.
Incluso cuando los impedimentos implican sufrimiento y limitación, hay otros factores en la vida que pueden compensar. Un ejemplo es el reciente éxito de taquilla en Francia Les Intouchables (“Amigos Intocables”), en el que el protagonista, Philippe, tiene tetraplegia, y a pesar de ello es capaz de tener una buena calidad de vida porque tiene dinero. Incluso que la gente que no es suficientemente afortunada como el aristócrata parisino puede gozar los beneficios de la amistad o la cultura, a pesar de las restricciones que significan los impedimentos. Por el contrario, es fácil ver a alguien que tiene un cuerpo o mente totalmente funcionales y sin embargo carece de las redes sociales o de la personalidad necesaria para vivir una existencia feliz y satisfactoria.
Esto pone de manifiesto la importancia del ambiente para determinar la felicidad de la gente discapacitada. Como ocurre en la mayoría de las áreas de la vida, son los factores estructurales los que hacen una verdadera diferencia. La participación, y no la discapacidad, es clave. ¿Hay barreras de accesibilidad que impiden que vayas al colegio con tus amigos? ¿Tienes un empleo? ¿Está la sociedad preparada para pagar el costo adicional de tener una discapacidad con un sistema de beneficios que sea justo y no estigmatice? ¿Enfrentas hostilidad y delitos de odio? Desafortunadamente, en muchos de estos aspectos la situación de la gente discapacitada ha empeorado, y no mejorado, en años recientes.
Nos lamentamos por los discapacitados porque imaginamos que debe ser miserable vivir así. Pero de hecho estamos equivocados.
Tom Shakespeare
Al argumentar que las barreras sociales son un mayor problema que la propia discapacidad, no estoy sugiriendo que los temores sean completamente irracionales. Para comenzar, la discapacidad es muy diversa y es necesario suavizar la afirmación de que “la discapacidad no es una tragedia”. Algunas enfermedades e impedimentos sin duda involucran mayores grados de sufrimiento que un humano promedio sería capaz de soportar. Pienso, por ejemplo, en la depresión, que el biólogo Lewis Wolpert catalogó de “tristeza maligna”. Hay enfermedades degenerativas muy terribles y dolorosas. Los impedimentos que involucran dolor considerable, sea físico o mental, son obviamente menos compatibles con una buena calidad de vida.
También es verdad que en general la gente discapacitada a menudo tiene menos alternativas que los no discapacitados. Muchas sociedades todavía tienen una accesibilidad limitada. Incluso en un mundo libre de barreras, la persona discapacitada tiene más probabilidades de depender de aparatos mecánicos que periódicamente dejan de funcionar, dejando al individuo excluido o dependiente. Yo me he visto varado debido a una llanta pinchada en mi silla de ruedas o a un ascensor descompuesto contínuamente. Mucha gente discapacitada se hace inmune a las frustraciones de la inaccesibilidad o descomposturas, pero ciertamente esto hace nuestra vida menos predecible y menos libre que la de la los no discapacitados.
Pero mi punto es que aunque la discapacidad no es simplemente una diferencia irrelevante, como el color de tu piel, tampoco necesita ser una tragedia.
Y recuerde: la mera existencia conlleva problemas. Hamlet, al enumerar las razones por las que la muerte es preferible, subraya “los mil golpes que por naturaleza son herencia de la carne”. Nacer es ser vulnerable, ser víctimas de la enfermedad y el sufrimiento, y eventualmente morir. En ocasiones, la parte de la vida que es difícil trae otros beneficios, como un sentido de perspectiva o de valoración que la gente que vive vidas más fáciles puede no llegar a tener. Si siempre recordamos esto quizás podríamos lograr una mayor aceptación de la discapacidad y tener menos prejuicios sobre la gente discapacitada.
(*) Tom Shakespeare es sociólogo y escritor británico que realiza estudios de discapacidad, bioética y sociología médica. Nació con enanismo.
Yo presento una discapacidad desde que nací, en concreto soy ciega. Nací con unas hermosas cataratas congénitas y, tras una intervención que pretendía devolverme la vista todo se frustró y perdí todas las opciones de ver.
Para mí ésto no ha supuesto un problema en sí, aunque el intento de explicar a la sociedad que soy igual al resto de los individuos y el reto de buscar mi lugar en el mundo -lugar que en el fondo sigo buscando- sí me ha supuesto grandes sinsabores; con ésto quiero decir que mi propia discapacidad no me ha planteado jamás causas de infelicidad directa, pero sí es cierto que el modo en que el mundo en general y la sociedad española en particular me tratan han dado origen a desagradables momentos en mi vida. Comentarios como “tú no deberías subir sola al autobús que estás inválida”o “no tienes que trabajar, que para gente como tú el Estado o la Once seguro que tienen pagas para que te ppuedas quedar en tu casa tranquila con tus padres, que es lo que tendrías que hacer” o ésos “ya la llamaremos” que me dijeron en búsquedas de empleo mientras el aterrado entrevistador alargaba la mano como si tocar la mía implicara contagiarse de la ceguera o mancillar mi pureza e inocencia y pensando que en realidad a semejante criatura limitada no la pensaba llamar nunca, habiendo tantos sujetos perfectamente cualificados y “capacitados” que seguro que trabajarían mejor que yo y que no le darían problema alguno -nada de adaptaciones, sin limitaciones…
A las personas sin discapacidades aparentes se les presupone, a la vista de sus currículums o de su aspecto físico, la capacidad y la posibilidad de realizar a la perfección una tarea o de desempeñar un rol concreto en la sociedad -trabajadora, esposa, madre, hija querida y respetada, novia o amante, nuera responsable y amorosa, suegra, y un largo etcétera-, pero a las mujeres con discapacidad en particular y a todo el colectivo de personas con discapacidad en general, se nos exigen pruebas de nuestra valía y además instantáneas, demostraciones inequívocas de nuestras “capacidades” y superpoderes”, y si éstas no aparecen por arte de magia frente a nuestros interlocutores sociales en un momento de iluminación divina, somos sistemáticamente rechazados para tareas y roles -trabajadora, esposa, madre, amante, amiga, nuera, hermana que apoya, cuidadora… ser humano en general. Yo soy una persona sin complejos, feliz en líneas generales, tengo defectos y virtudes que no son achacables a mi discapacidad, siento que mis limitaciones son mínimas y perfectamente superables con los medios adecuados y con oportunidades…
Los aspectos que hacen mi vida menos feliz nada tienen que ver con mi discapacidad -o diversidad funcional, que es ahora lo “políticamente correcto”-, porque lo que me enerva día a día, lo que me hace a ratos infeliz y me pone cara de naranja agria no es caminar con mi bastón blanco, pedir ayuda al hacer la compra, leer con un escáner, pedir consejo sobre colores y estampados al escoger una prenda para un evento o para su compra, necesitar adaptaciones para ciertas cuestiones de mi vida diaria o más tiempo para cocinar; lo que me pone los pelos como escarpias y me da náuseas, lo que me quita la felicidad a ratos es la incompetencia e insensibilidad de las altas instancias, el desconocimiento de la sociedad de nuestras posibilidades, la crisis económica, la cada vez peor calidad de los trabajos, la ausencia de solidaridad, la falta de compromiso, la apatía, la desesperanza de esta sociedad en que me ha tocado vivir, el desprecio generalizado de los grandes empresarios y de muchos otros colectivos de las capacidades de las personas y del trabajo que desarrollan, la deshumanización, la insensibilidad de las clases dirigentes ante el sufrimiento y las necesidades de los demás, el doble rasero de la justicia española en la actualidad, la falta de miras de esta sociedad respecto a las necesidades de todo tipo de colectivos -no sólo las de las personas con discapacidad-, la estrechez de las mentes supuestamente desarrolladas de muchos, el cinismo de los políticos en general y de algunos en particular, la falta de oportunidades, la destrucción sistemática de los derechos de los ciudaddanos que tanta sangre, sudor y lágrimas costó conquistar en favor de un mercado frío y desquiciado que sólo busca seguir especulando y manejar los destinos de personas y naciones, el maltrato, las desigualdades, la supremacía del poder y el dinero frente al amor y las relaciones humanas…
Como se podrá observar, cualquier persona sin discapacidad aparente compartirá los mismos motivos de infelicidad que tengo yo y seguro que comparte conmigo aquellas cosas que me hacen feliz (un abrazo de afecto, la voz de mi madre y sus intentos por crearme un pequeño paraíso de amor y seguridad cuando está cerca de mí, el cariño de la familia en general, la risa de los amigos, unas cervezas al fresquito en verano con sus correspondientes tapillas, una copa en buena compañía (si es con buena música mejor aún), una buena película, un proyecto ilusionante en que poder dar lo mejor de mí, los brincos de mi perrito Oliver cuando voy a ver a mi madre, las largas conversaciones de madrugada con mi madre fente a una infusión de manzana y canela, la alegría de un paciente cuando supera una fase de su tratamiento o cuando sale de la sesión cargado de energía y dispuesto a comerse el mundo porque se encuentra mejor, el agradecimiento de un familiar por la atención que doy a su padre, hermano, hijo, pareja, etc., las anécdotas que me cuentan los ancianos de mi centro de día, la música, los paseos junto al mar, una llamada de teléfono de alguien querido, un beso de amor o de lujuria, una caricia compartida, llegar a casa y que alguien me esté esperando para compartir el almuerzo, una comida familiar o la celebración de un acontecimiento especial para familia o amigos, un plan imprevisto y fantástico en su sencillez, acunar a un bebé en mis brazos hasta dormirlo mientras le susurro una nana, un viaje, un recorrido por una ciudad nueva para desvelar sus maravillas…).
Seguro que si analizáis mis motivos de felicidad y mis infelicidades llegaréis a una conclusión: sólo me diferencio de las personas sin discapacidad aparente en que la sociedad me pone barreras, trabas y exigencias para la inclusión y me considera inapropiada, porque en lo demás -en los motivos de felicidad e infelicidad- las personas con discapacidad y yo en particular no nos diferenciamos en nada de aquéllas a las que se le presuponen todas las capacidades por el mero hecho de tener una apariencia perfecta.