Edificios y calles no se adaptan a las necesidades de quienes no ven, no oyen o tiene movilidad reducida
Un posible accidente o la edad convierten a todos en potenciales usuarios
Más del 90 % de las personas adscritas a la ONCE pueden ver sombras, pero sus 71.295 afiliados son pocos comparados con el millón de personas con discapacidad visual que la última Encuesta EDAD, del Instituto Nacional de Estadística, calcula que hay en España. También hay un millón de personas con sordera y solo 400.000 utilizan lenguaje de signos. “Cuesta mucho reconocer una discapacidad. Nadie lo hace hasta que le resulta imposible valerse por sí mismo”, cuenta el psicólogo Juanjo Cantalejo, responsable de accesibilidad del Cermi (Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad).
Entre los ciegos censados por la ONCE, el grupo mayor está entre quienes tienen más de 65 años. Ese dato demuestra que, a lo largo de la vida, las capacidades de las personas cambian. Lucini es un ejemplo de ese cambio. Por eso, un puñado de asociaciones y un grupo de profesores del Campus de La Salle y de la Universidad Politécnica de Madrid llevan años empeñados en explicar que todos podemos ser discapacitados y que, más por egoísmo que por altruismo, la ciudad no debería ser una carrera de obstáculos para quien no puede moverse, ver, u oír. Las cosas pueden hacerse mejor, pero para facilitar la vida de quien tiene problemas esos asuntos deben primero conocerse.
En el IV Foro sobre Accesibilidad de la Cátedra Arpada se debate quién y por qué decide las normas de la accesibilidad. Pero el propio edificio que alberga la reunión, el Colegio de Arquitectos de Madrid, no tuvo en cuenta las necesidades de quien se mueve en silla de ruedas o de quien encuentra el camino tanteando con un bastón a la hora de idear su nueva sede, en la calle Hortaleza, hace tres años. Si los arquitectos no dan ejemplo, ¿cómo no tropezar con la ciudad?
Como la mayoría de la población, este colectivo entiende la necesidad de las rampas, los espacios libres de obstáculos, los pavimentos conductores y la eliminación de las barreras arquitectónicas, pero a muchos les parece que preparar un edificio para que todos podamos usarlo impide la excelencia arquitectónica. Y en parte tienen razón: se necesita una gran dedicación para resolver tantos ajustes y no simplemente añadir asideros una vez ideado, y fotografiado, el inmueble. Aunque el arquitecto Lucini insista en que la accesibilidad no está reñida con el buen diseño y recuerde que si un edificio es capaz de absorber las instalaciones de agua, bajantes y electricidad debería también dar acomodo a las rampas y a las barandillas sin desvirtuarse, a pocos proyectistas no les horroriza tener que pensar en una doble barandilla rodeando su escalera o en un ascensor sin la limpieza visual de un espacio vacío.
Tal vez porque queda oculto, el lavabo lo tienen más asumido. “Pero hay sitios en los que solo pueden orinar los diestros”, explica Manuel Rancés, secretario de accesibilidad de la Federación de Personas con Discapacidad Física y Orgánica de la Comunidad de Madrid. Rancés se pone a sí mismo de ejemplo. Intenta pasar de su silla de ruedas a otra butaca y no lo logra porque esta tiene brazos. Existe toda una jerga (demasiado complicada) para las personas con discapacidad. Al intento de trasladarse a la butaca realizado por Rancés para ilustrar la dificultad de sentarse sobre el inodoro y la necesidad de que este sea accesible por ambos lados lo denominan transferencia. Y puede que esa jerga enrevesada (los mismos cargos de los testimonios de este reportaje o el nombre cambiante y eufemístico de ciegos a invidentes primero y luego a personas con discapacidad visual) complique algo más el conocimiento de lo que es la accesibilidad: que todos podamos usar la ciudad y los edificios.
“Soy desmontable”. La arquitecta Elena Nieves Móuriz no se anda con eufemismos. Perdió parte de las piernas en un accidente hace 20 años. Desde entonces ve el mundo apoyada en muletas. O sobre una silla de ruedas. Y también trabaja para que los edificios y las ciudades sean más accesibles desde la Consejería de Transportes, Infraestructuras y Vivienda de la Comunidad de Madrid. Móuriz cuenta que el 1 de enero de 2016 termina el plazo para que todos los edificios y calles españolas dejen de tener obstáculos para las personas con discapacidad. Pero se muestra pesimista: “Todo lo que no entra en los parámetros establecidos se presta a la ambigüedad y, al final, lanzarse por muchas de las nuevas rampas, sin barandillas y con grandes pendientes, equivaldría a tener que atropellar a alguien o estrellarse”. Mientras habla, muestra imágenes de aplicaciones de la normativa, en oficinas bancarias o en bordillos de aceras, que en lugar de solucionar el problema lo enmascaran: “una rampa con gran pendiente exige la fuerza del increíble Hulk para poder ascender por ella y, sin apoyabrazos, se convierte en una peligrosa lanzadera si alguien se atreve a entrar en ella con una silla de ruedas. Yo, desde luego no lo haría”. La ambigüedad de la abundante y contradictoria normativa existente contribuye a estos despropósitos.
Cuando Lucini perdió la vista sintió que su formación de arquitecto se convertía en un lastre. Trató de reciclarse profesionalmente y en la ONCE comprendió que, ante su llegada, algunos dirigentes —antiguos vendedores de cupón— veían peligrar su puesto. Por eso, tras muchas vueltas, decidió abrir la consultoría Accedes, que da pautas a arquitectos y constructores para que las personas con problemas puedan moverse por la ciudad.
El psicólogo Juanjo Cantalejo asegura que los problemas de la accesibilidad son dos: su desconocimiento por parte de los ciudadanos sin problemas de movilidad y su amplio abanico de necesidades, no todos precisan lo mismo. “Imagínese un matemático que no puede mover las piernas: ¿Podría subir al Everest? ¿Podría sin embargo discutir teoremas matemáticos? ¿Qué ocurriría si, en lugar de no tener piernas, fuera sordo? ¿Podría discutir?”. Sí, podría, como el arquitecto Lucini puede leer correos electrónicos, pero para eso los edificios deberían estar preparados para que funcionaran los audífonos y la sordera es la hermana pobre de la accesibilidad: no se ve y difícilmente se repara. “El problema de la accesibilidad es que las urgencias no nos dejan ver lo importante”, sostiene Lucini. La rampa de acceso no es importante hasta que uno se rompe una pierna.
Muchas veces la maternidad enciende la luz sobre esos asuntos. Empujar un cochecito por la ciudad acarrea tantas dificultades como moverse sobre una silla de ruedas. Alguna menos: a la mano de quien empuja el coche no van a parar los excrementos de los perros que algunos transeúntes no se molestan en recoger.
La falta de civismo podría repararse, en parte, si los ciudadanos medios tuviéramos presente los problemas de otras personas. Los que nosotros mismos podemos tener si nuestra vida da un giro inesperado. Por eso, muchas de los profesionales preocupados por facilitar la circulación por las ciudades y los edificios a quienes sufren alguna discapacidad reconocen que están hartos de ver siempre las mismas caras. “Siempre somos los mismos, el mismo grupo de expertos debatiendo, cuando lo que se debe hacer es dar a conocer a la sociedad los problemas de un porcentaje amplísimo de la población”, se queja el arquitecto Lucini.
“¿Pero vosotros cuántos sois?” cuenta el psicólogo Cantalejo que le preguntó una política tras escucharlo. “Usted misma puede ser uno de nosotros. La mayoría de las veces no se nace discapacitado. La vida cambia y la gente tiene accidentes, va perdiendo vista, memoria u oído. Nos puede pasar a todos”. Uno puede ser, incluso, un discapacitado temporal. Lo sabe quien se ha roto una pierna y, viviendo en una casa de dos plantas, debe instalarse una cama en el salón. Esa persona agradecerá que las estaciones de metro tengan ascensor.
Parece claro que o se experimenta lo que es moverse por la ciudad sin ver o sin poder levantarse de una silla de ruedas o queda demasiado lejano entender cuán necesario es que la arquitectura no cree más problemas a las personas con problemas. “Lo que nosotros pedimos es lo que busca un niño: poder movernos sin molestar a nadie, poder ser independientes”, insiste Lucini. Y lo de insistir es un decir: este hombre es la paciencia personificada, aunque temió perder la calma junto a la vista. Le salvó ir a ver a otra persona ciega. “Sufrí la ansiedad de saber si podría volver a leer, a escribir y a hacer las cosas que hacía rutinariamente de forma independiente. Pero, en este mundo de la oscuridad me he encontrado con gente con ganas de vivir, aprender y transmitir emociones”. Cuenta que por Skype o por correo electrónico, un grupo de ciegos al que pertenece soluciona problemas informáticos, se envían chistes, recetas, música, “e incluso los lunes charlamos una hora en inglés conectados desde Mallorca, Barcelona, Córdoba, Marbella, Valencia y Canadá”.
La tecnología ha mejorado mucho la independencia de los ciegos, aunque Technosite, una filial de la ONCE, explica que no todas las páginas web y no todos los periódicos digitales son igualmente accesibles. En el terreno de la información, la radio no tiene competencia, pero casi todos los periódicos pueden leerse con programas de ayuda de voz. “Y el cine Roxy y el Centro Dramático Nacional tienen audio-descripciones”, explica Lucini. Él defiende que los arquitectos no tienen la culpa de todas las barreras que impiden que las sillas de ruedas se muevan por las ciudades. “También las construye el transporte y las comunicaciones”, apunta. Rancés, sin embargo, pone de ejemplo el metro y los autobuses como paradigma de adaptación para todo tipo de usuarios en los últimos años. Con todo, ambos están de acuerdo en que la principal barrera es mental, y no la sufren solo los discapacitados.
Hace unas semanas, Lucini habló en unas jornadas piloto en las que arquitectos, invidentes, personas con movilidad reducida y representantes del CEAPAT (Centro de Referencia Estatal de Autonomía Personal y Ayudas Técnicas) hicieron que 60 niños experimentaran, por unas horas, cómo es el mundo sin vista o con movilidad reducida. Se trataba de que ellos mismos cayeran en la cuenta de lo que necesitan los edificios y las ciudades para que todos podamos usarlas sin tropezar.
En esas charlas explicaron quién fue Louis Braille, que ideó su sistema de lectura a través del tacto cuando solo tenía 15 años y no podía ver. Los niños tuvieron que caminar con una venda en los ojos, tanteando el camino con un bastón. También trataron de ir al baño sentados en una silla de ruedas. Ese es el principio: información y educación.
Como Braille, el arquitecto Guillermo Cabezas Conde también fue un pionero. Está considerado el Ángel Nieto de la accesibilidad. Tras perder una pierna en la Guerra Civil fue el primero en llevar la accesibilidad al deporte adaptado. En 1978 publicó el libro Cómo proyectar sin barreras arquitectónicas, donde explicó que una ciudad más accesible es, por lógica, una ciudad más igualitaria.
Por eso Cristina Rodríguez-Porrero, la directora del CEAPAT, está empeñada en empezar desde abajo, por los niños. Quiere asegurarse de que el descuido no sea excusa para no diseñar las ciudades pensando en todos. Incluso en los que no vemos. Los ciegos, que juegan al futbol con un balón con cascabel, sí sienten, en la ciudad que palpan, el tipo de sociedad que somos los que hacemos las ciudades.
“Cuesta explicar a una persona que va perdiendo o ha perdido la visión o la movilidad que la discapacidad no es el final sino el principio de otra vida”, explica Lucini. Por eso cree que dar a conocer los problemas de las personas con discapacidades es el primer paso para solucionarlos. Puro método científico: hacer visible el problema para tratar de hallar la solución. Y en eso anda. Entre cursos, foros en Internet, programas de formación para arquitectos y jornadas de información, ha aprendido a mirar la vida de manera más inclusiva: “Cuando sí tenía capacidad para ver a todas las personas, no las veía. Y ahora sí”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario