lunes, 2 de mayo de 2016

PARALISIS CEREBRAL... 45 AÑOS DE RETOS, EL PUNTO DE VISTA DE UNA HERMANA MENOR...


Esto es lo que escribe Paula: Cuando nací, Carlitos tenía dos años. Mi madre no terminó de reponerse de la cesárea para correr al otro hospital donde Carlitos luchaba por vivir. 
Carlitos nació con parálisis cerebral. Pasaba tanto tiempo internado que un año nuevo lo festejamos en el hospital. 

En casa la zozobra era cotidiana. Todas las tareas de mamá estaban destinadas a que él sobreviviera. Recuerdo a mi hermano mayor recibiendo la extremaunción, y como tantas veces que se anunciaba la inminencia de su muerte, esta retrocedía. Mi toma de conciencia del mundo, a los tres años, fue sentirme responsable por él.

Mi dolor por la comprensión temprana del padecimiento de Carlitos fue derivando hacia la culpa por haber nacido saludable, ayudada por la cesárea que si se hubiera practicado con mi hermano habría cambiado su destino. Tras aquel embarazo de mi madre, muy pasado de término, sin contracciones ni dilatación, el médico se negó a practicar una cesárea y el parto se prolongó durante 20 horas. La asfixia en el canal de parto produjo la lesión cerebral que ha afectado profundamente la motricidad de Carlitos. Mi hermano entiende casi todo, pero no puede mover por sí solo casi ninguna parte de su cuerpo.

De niña me avergonzaba que él fuera diferente a los hermanos de otros chicos. Cuando comprendí que los retazos de su felicidad eran condición de mi propia felicidad pude dejar atrás la culpa y la vergüenza.

Mamá nos compensó aquellas penas permitiéndonos ver la tele a toda hora. Así ayudó a crear un universo mágico a la medida de mi hermano. Cuando en el colegio él tuvo que dibujar a la familia, guiado por la mano de la maestra –indispensable por su discapacidad– lo primero que dibujó fue la tele, y a su alrededor fuimos apareciendo mamá, mi prima, su madrina, papá, los tíos y yo.
Cuando en casa aún no teníamos TV en color, mi hermano se hacía invitar a verla a lo del vecino. Cada vez que íbamos de visita, mi hermano quería llevarse el televisor. Hemos simulado que la subíamos al auto para que dejara de llorar. Las ficciones fueron el modo de canalizar su tristeza.

Ayer recibí un mensaje de texto de mi madre, quien tras leer fragmentos del borrador de esta nota decía: “Nuestro profundo amor por Carlitos nos hizo soportar el dolor. Por respeto incondicional a él olvidamos lo difícil que siempre fue todo, o recordamos el sufrimiento atenuado por un filtro color de rosa. Carlitos sólo puede sonreír cuando está contento y llorar cuando está triste. No puede hacer nada más que darnos su amor. Entiende todo pero no puede hacer nada. Lo tenemos que poner en palabras aunque duela. Tiene sentimientos, eso es lo que cuenta, y ama la vida de un modo ejemplar”. El mensaje de mamá me ha dejado lagrimeando...

Mi hermano aprendió a hablar a los 10 años contra todos los pronósticos médicos. Ahora ya no habla mucho. Me llama “Pitatisalba”, recortando el Paulita Beatriz Villalba. Se viste kitsch y tanguero, con predominio del amarillo, con corbatas raras difíciles de conseguir.

Sin saberlo, en casa fuimos parte del ambiente opresivo del final de los 70, y de algún modo, más rehenes de la mirada de los otros que de la salud de Carlitos. Salíamos poco a la calle con él, como si hubiéramos tenido que esconderlo. Había gente que creía que podía contagiarse de parálisis infantil o alguna otra enfermedad.


Cuando tuvo 12 años su salud se estabilizó, ya no tuvo convulsiones y nuestras salidas a pasear se hicieron habituales. Mi prima Silvina me ayudó a liberarme. Con sus menudos ocho años le pegó una patada a un chico más grande por cargar a mi hermano. De a tres, con mi prima, fui dejando aquella vergüenza que sentía al salir a la calle con él. Jugábamos carreras de bicicleta contra la silla ortopédica, robábamos flores y plantas para vender. Si alguien nos miraba mucho le sacábamos la lengua. Festejábamos a Carlitos cuando decía palabrotas. Nos dormíamos muy tarde y faltábamos al colegio.

Si nos preguntaban por la calle por su padecimiento, Carlitos gritaba e insultaba. No lo soportaba. Prefería reescribir su historia eliminando la explicación de un error médico que decidió el rumbo de su vida. Así, a sus 14 años frente las preguntas frecuentes de señoras mayores en la plaza, mamá y yo respondíamos que Carlitos había sufrido un accidente con su moto. Mi hermano sonreía. Esa épica fue agregando una campera de cuero y luego una novia aferrada a su cintura en el momento del imaginario accidente. Carlitos sabía la verdad, pero esas fantasías lo aliviaban.

“La vida es linda”, nos alentaba Carlitos cuando parecía que bajábamos los brazos...

Cada vez que soplé velitas, mi primer deseo era que mi hermano pudiera caminar. El segundo, que fuéramos felices.Con los años comprendí que las células cerebrales no se regeneran. Entonces cambié el primer deseo. Pedí que mi hermano pudiera vivir muchos años. Se me concedió. Hay pocas personas de su edad con esa discapacidad tan pronunciada. El segundo deseo también se cumplió. Carlitos se encargó de darnos felicidad. Le estoy profundamente agradecida. Rechacé una oferta de trabajo muy conveniente en el exterior y resigné algunas cosas para estar cerca porque sin la cotidianidad con mi hermano hubiera quedado vacía. Fue y es maravilloso el camino que compartimos.

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