lunes, 30 de mayo de 2016

Mamá, ¿yo puedo?


– Mamá, ¿puedo subir yo solo por las escaleras?- Claro cariño. Yo subo en ascensor y te espero arriba.

Desde el hueco de la escalera puedo ver sus manitas apoyadas en la barandilla y sus pequeños pies subiendo peldaño a peldaño. Ya puede leer los letreros de cada piso y me lo va contando.

– Mamá, estoy en el tercero.
– Muy bien Andrés. ¿Cuántos pisos te quedan?

Lo piensa un rato.

– Dos mamá.
– Muy bien cariño, ya te queda poco.

 
Sonrío satisfecha porque mi hijo quiere ser autónomo más que nada en esta vida y además sabe calcular los pisos que lleva y que le faltan. Pero entonces veo que el portero ha subido hasta mi piso en el ascensor. Y me entristezco. Incluso puedo sentir cierta rabia. Sé bien lo que significa. Un niño de seis años y con síndrome de Down subiendo solo por las escaleras de su casa, podría haberse perdido, podría necesitar ayuda. Igual se ha escapado. Su madre no debe de saber dónde está. Qué tipo de madre haría algo así, poner en peligro a su propio hijo. Todo esto pasaba por mi cabeza y allí estábamos los dos, el solícito portero y yo. Dándonos las buenas tardes. Enseguida comprendió la situación y no sabía qué decirme ni cómo justificar su presencia. Tampoco sabía el dolor que me estaba provocando. Es un buen hombre, nada que reprocharle, pero es muy difícil levantarse cada mañana y tratar de sembrar la semilla de la libertad personal, la autonomía y la autoconfianza en un niño cuando todas las señales exteriores van en sentido contrario.

– Mamá, ¿puedo entrar solo al cole como hace mi hermana? (esto no lo sabe verbalizar por completo, pero yo le entiendo)
– Claro cariño, dame un beso y ve corriendo.

Muy satisfecho me besa y sale disparado hacia las escaleras de la entrada. Yo voy detrás, siempre, vigilando a cierta distancia, intentando que no me vea. Estaba esperando a que entrara al hall cuando veo que le recibe la directora del colegio y me invita a entrar en el centro mediante gestos. Yo, educada, obedezco. Andrés baja la cabeza contrariado, vencido, frustrado. Delante de mi hijo la directora me recuerda una vez más que debo de entrar con el niño hasta dentro del edificio, que podría escaparse o perderse (cosa que jamás ha sucedido). Le explico una vez más que siempre estoy pendiente, que el niño quiere ser autónomo como los demás y que yo quiero lo mismo. Que voy a seguir comportándome de la misma manera. Andrés no entiende por qué no puede entrar solo como hace su hermana. Yo tampoco. Y sobre todo no entiendo como una directora de un centro educativo no mide el impacto de sus palabras ante un niño, socavando su autoestima e iniciativa personal. Otra vez esas señales que se empeñan en debilitarnos y empequeñecernos. La rabia sigue creciendo en mi interior. Ya es bastante difícil.

– Mamá, ¿puedo llevar la bandeja con los zumos hasta el salón?
– Claro cariño, ven que te la preparo.

Ahora soy yo la que tiemblo. Las probabilidades de que se le caigan por el pasillo son considerables, pero lucho para que no se me note demasiado.

– Muy bien Andrés, lo estás haciendo muy bien.

Ya casi lo había conseguido, estaba a diez centímetros de la mesa cuando la bandeja giró sobre sí misma y todo se precipitó. El zumo de naranja coloreó el suelo de mi salón, el pijama de mi hijo y los bajos del sillón. Andrés empapado y enfadado se puso a llorar. En un primer momento pensé: la culpa es mía, es demasiado difícil. No tenía que haberle dejado. ¿Será verdad que no quiero aceptar las limitaciones de mi hijo? ¿Tendrán razón?

Pero no. No era eso. Con una sonrisa le desvestí, le abracé y juntos lo limpiamos todo. Volvimos a exprimir el zumo de naranja y esta vez consiguió llevarlo con éxito hasta la mesa. Fue un desayuno precioso. Las señales salían en esta ocasión de mis propias entrañas, hijas del miedo, del dolor. Pero las vencimos y la rabia se marchó.

Tal vez no sea cuestión de pelearse con el mundo por tener prejuicios, miedos y dolor, no. Tal vez baste con identificar los mensajes que nos limitan, que os encierran en cajitas seguras al margen de la peligrosa vida, para poder anularlas o ignorarlas.

Que nadie se confunda, seguiré explicando una y otra vez que mi hijo sí puede, aunque a veces se equivoque, aunque alguna vez se desoriente. Seguiré dejándole subir solo por las escaleras y entrar solo al colegio. Seguiré haciendo pedagogía para que al menos nuestro mundo comprenda que ayudar no siempre ayuda, proteger a menudo debilita y la excesiva preocupación nos anula. Pero ya no quiero sentir más rabia. No. Prefiero pedir ayuda.
Tras diecisiete años dedicados a la docencia, puedo decir que los hijos se suelen parecer bastante a lo que sus padres esperan de ellos, a lo que su mundo espera de ellos. Así que nuestros prejuicios alimentan la discapacidad. Nuestros miedos se convierten en sus muros.
No pido más, sólo un poco de confianza, de empatía. Señales que nos alienten, que nos empoderen, que vayan en nuestra misma dirección y sentido. Porque en realidad todos pueden, claro que pueden. Pero les tendremos que dejar intentarlo y equivocarse, caerse y levantarse, tantas veces como sea necesario. Tendremos que tratarles con respeto, desde un plano de igualdad, el que les corresponde por derecho.
– Mamá, ¿yo puedo?
– Claro que sí mi amor. Tú puedes.
Irene Tuset Relaño,mamá de Andrés, diagnosticado de Síndrome de Down.

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