Joaquín tiene 12 años y es un niño afortunado. Sus padres dedican todo su tiempo a cuidarle y su hermana pequeña le adora. Le gusta escuchar El Arrebato y Mago de Oz y su gran pasión es el fútbol. Le encanta la Semana Santa, y pertenece a la Hermandad de las Palmas, de Ciudad Real. Le vuelve loco montar en atracciones y columpios. Cada mañana le llevan al colegio, de 9 a 3. Es cariñoso y perseverante, mucho más que cualquier niño de su edad. Lo ha tenido que ser a la fuerza, porque una parálisis cerebral limita su capacidad psicomotriz. Escucha, entiende perfectamente, tiene la inteligencia que le corresponde por edad. Pero no puede hablar ni tampoco mover gran parte de su cuerpo. Tiene reconocida una discapacidad de un 86 por ciento. Su rostro confirma que es feliz.
Joaquín del Río, su padre, cuenta su historia de carrerilla. A los seis meses de embarazo, un virus contagió a su mujer y terminó por afectar al feto. Joaquín, hijo, nació en el hospital de Alarcos y a los 21 días «le salvaron la vida» en el Gregorio Marañón, de Madrid. Desde entonces, María Gloria, su madre, ha vivido por él y para él. Esto ha incluido pelear, pelear mucho para conseguir el máximo con los cada vez más escasos recursos. María Gloria no tiene estudios y ha ido encadenando trabajos breves. Era cuidadora profesional, pero la retirada de la cobertura de la cuota de la Seguridad Social alejó de ella esta posibilidad. «Imposible pagar esos 118 euros», asegura Joaquín. Ahora, estudia para sacarse el título de Secundaria.
Él es administrativo, pero ha hecho de todo, incluso regentar una pequeña tienda, hasta que la diabetes y una cariopatía le retiraron del mercado laboral. A sus 46 años, está jubilado, con una pensión de 700 euros. Compatibiliza el cuidado de Joaquín con un puesto en el AMPA del colegio al que acude su hijo, el Puerta de Santa María, donde permanecerá hasta que tenga 21 años, junto con más de un centenar de niños con diversas capacidades.
Fueron los profesionales sanitarios y otras familias en situaciones parecidas quienes les animaron a ampliar la familia. Con miedo pero con ilusión prepararon la llegada de María Jesús, que ahora tiene tres años y ha encontrado en su hermano Joaquín el mejor compañero de juegos.
Siempre vivieron en Ciudad Real, pero la lucha por unas mejores condiciones les llevó hace un año a la localidad vecina de Poblete. Allí viven en un piso que puso a su disposición la Obra Social de la Caixa, con un alquiler de 145 euros, bastante más asequible que los 400 euros que pagaban en la capital. Gracias a ello, llegan más ligeros a final de mes y hasta se permiten algún capricho en la cesta de la compra, esa que María Gloria ajusta al máximo con los folletos de ofertas en la mano. Su marido no tiene más que palabras de admiración para ella, por su fortaleza y su inteligencia. «Es increíble cómo consigue cuadrar las cuentas para tener de todo», cuenta mientras reconoce qué lujos no se puede permitir.
Viste ropa heredada de hermanos y amigos y le gustaría pasar por el dentista. También cambiar de coche por uno en cuyo maletero quepa todo lo que necesitan para desplazar a Joaquín. «Con ayudas, saldría unos 8.000 euros, pero ni eso podemos permitirnos», comenta, y cuenta con cuentagotas los litros de gasolina que le echa al que ahora tiene, y con los dedos de una mano las veces que visita a su familia de Pozuelo, por no gastar demasiado. No le pesa ahorrar cada céntimo: «Lo primero son mis hijos, luego yo», dice, aunque admite que, al final, la última es su mujer.
MUDANZA. No solo el dinero ha terminado por llevar a esta familia a un pequeño pueblo que en los últimos años casi ha triplicado su población. «En Ciudad Real no teníamos ayuda de ningún tipo», narra Joaquín, en referencia a vecinos y administraciones públicas. Un año después, en el que se han ido integrando poco a poco en Poblete, Joaquín aún no se cree que haya sido tan bienvenido. «Esto es otro mundo», parece decir. Ha encontrado apoyos desde el Ayuntamiento (con la organización de eventos solidarios para los niños discapacitados del municipio, la promesa de instalar en el parque un columpio adaptado y la adjudicación de una plaza concertada de guardería para la niña), entre los vecinos y hasta entre los feriantes, que lograron que el pequeño Joaquín montara por primera vez en una atracción.
Aparte de la pensión del padre, reciben una ayuda de unos 500 euros cada seis meses. Sumada a otras subvenciones menores, la media sale a unos 1.100 euros al mes. Pero a los gastos de cualquier familia de cuatro miembros, hay que sumar los aparatos ortopédicos y su mantenimiento. Joaquín tiene una cama especial, con barrotes para no caerse, una cuna gigante para contener a Joaquín, que con solo 20 kilos de peso es todo nervio. Utiliza una silla para bañarse y necesita una tapicería especial. Usa un caminador, con el que se las arregla hasta para jugar al fútbol. Se desplaza en silla de ruedas (cada repuesto, 75 euros). La que tiene ahora mismo la compraron hace cuatro años y lleva mil remaches. Tiene alguna más, prestada, pero el mal estado de la principal les ha llevado a echar mano de los tapones solidarios, que en los últimos tiempos se han hecho populares para ayudar a muchas familias en dificultades.
Conocieron esta posibilidad por boca del padre de Paula, una niña discapacitada por negligencia médica, que también reside en Poblete. En la escuela infantil Dulcinea, de la localidad, llevan desde mediados de octubre recogiendo bolsas y bolsas de tapones que la gente lleva desinteresadamente, y el recargo de la lotería de Navidad que venden será para ellos.
Cada mañana, deja a su hija en la guardería y se lleva unas bolsas de tapones utilizando el mismo carro. Está pensando cómo los gestionará, si recurrirá a la Fundación Seur, donde tras presentar un informe económico le entregarían directamente la nueva silla en un plazo de unos nueve meses, o si venderlos directamente a un precio de unos 100 euros por tonelada. Calcula que costará 3.000 euros.
EL FUTURO. Dejando de lado las dificultades económicas, sus perspectivas son halagüeñas. El tratamiento que recibe en el colegio, con fisioterapeutas, logopedas y todo tipo de profesionales, es vital para él. Allí está probando un dispositivo, el unicornio, que le permite comunicarse. Se trata de un ‘cuerno’ que se fija en su frente y con el que pulsa las letras en una pantalla. Así puede decir si tiene hambre o sed y cómo se siente, puesto que no controla el movimiento de sus manos pero sí el de su cabeza.
Sus progresos motrices no dejan de sucederse, aunque muy poco a poco. «Los médicos dicen que algún día podría andar», afirma Joaquín, lleno de ilusión, aunque sabe por experiencia que el camino está lleno de obstáculos. Por el momento, la silla que conseguiría con toneladas de tapones le allanaría el camino hacia una mayor independencia. Junto a él, sus padres y su hermana, están dispuesto a empujarla hasta donde haga falta.
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