Un buen día de noviembre de 1971, mi padre llegó a casa con una silla
de ruedas que compró después de ver en el periódico el anuncio de una mujer a
la que se le había muerto recientemente su marido minusválido. Recuerdo que ese
día fue uno de los más bonitos e ilusionantes de mi vida, pues desde que por mi
cuenta aprendí a manejarlas en el gimnasio de Maudes, siempre deseé tener una
silla de ruedas para poder desplazarme mejor que con los difícilmente
manejables cochecitos de niño que hasta entonces había tenido, y así lograr esa
tan ansiada autonomía personal que todos los minusválidos tenemos como gran
meta.
Tan contento estaba
con mi nuevo vehículo, que hasta que no me lo contaron ellos mismos mucho años
después, no me di cuenta de que la entrada de la silla de ruedas en casa, había
provocado más de una lágrima en los ojos de mis padres, ya que, aunque siempre
me habían visto en cochecitos de niños, no era igual que verme ahora ya en una
silla de ruedas de adulto, pues esto para ellos confirmaba que mi minusvalía
era definitiva.
Después de las
primeras y lógicas reticencias de mis padres, logré convencerlos de que me
dejasen salir solo a la calle. Recuerdo la inmensa alegría y satisfacción que
sentí al salir por primera vez a la calle yo solo, pues me encontré con una
desconocida impresión de libertad al ver que podía ir para donde deseara
conduciendo la silla de ruedas, sin tener esa desagradable sensación de
depender siempre de alguien.
Al quedarme bastante
grande la silla, y que duda cabe, por estar en la "alocada" edad de
la adolescencia, me caí muchas veces durante los primeros años. Pero poco a
poco fui creciendo tanto físicamente para llenar la silla con mi cuerpo, como
en prudencia y maña para dirigirla.
Casi todos los días
salía a dar una vuelta por las inmediaciones de nuestra casa. Al principio la
gente no me conocía, y por la desastrosa pinta que tengo, creían que además de
minusválido físico lo era también psíquico. Para ilustrar esto, contaré una
anécdota que me ocurrió una tarde en el portal de nuestra Iglesia. Los hechos
ocurrieron así:
Cuando me vieron
llegar, dos señoras de mediana edad se pusieron a hablar sin mucho disimulo que
digamos sobre mí. Más o menos el diálogo fue este:
- ¡Pobre muchacho!,
mírale que aspecto tiene, se ve a la legua que no está bien y sin embargo, ahí
le tienes, le dejan salir solo, ¡desde luego que gente hay! (dijo una de
ellas).
- Sí, hija sí, estos
chicos lo mejor que les puede pasar es que se mueran, pues para estar así, sin
entender nada, no vale la pena que vivan (aseveró la otra con todo
convencimiento).
- ¿No te acuerdas? en
Puertollano teníamos un vecino parecido a este crío, y cuando se le murieron
los padres sus hermanos no quisieron saber nada de él. Pero el pobre, tuvo
suerte, pues poco tiempo después de ingresar en una residencia, murió (añadió
la primera en hablar, sin apartar los ojos de mi).
A pesar de mis pocos
años, yo ya estaba acostumbrado a escuchar semejantes conversaciones sobre mí,
y aunque algunas veces me resultan bastante duras de oír, siempre me ha
interesado saber como piensan las personas, y si no hubiera sido por un
imprevisto, me habría quedado más tiempo escuchando. Esta casualidad fue la
siguiente:
- ¡Hola Cipri.! ¿Que haces por aquí?
(me preguntó Conchi, una vecina nuestra que pasaba por allí).
- Dando una vuelta
(respondí, y al marcharme con ella, añadí, dirigiéndome hacía las dos
mujeres).¡Hasta luego, mancheguitas!.
- ¡Anda.! ¡Pero sí
habla y entiende! (exclamó una, que al igual que la otra, se habían quedado de
piedra).
Historias como esta,
he presenciado bastantes, y he podido comprobar que aunque la mayoría de las
personas responden con amabilidad, y a veces con una exagerada predisposición
de ayudar ante la presencia de un minusválido; hay otro grupo mucho más
minoritario que, sobre todo si el deficiente se encuentra solo, no reacciona
con gentileza ante los infortunios del cuerpo y mucho menos aún con los de la
mente.
<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<
Cipri
Junio
de 1998
No hay comentarios:
Publicar un comentario