martes, 3 de abril de 2012

UNA CARTA DE MI AMIGO CIPRI DEL AÑO 1998.


Un buen día de noviembre de 1971, mi padre llegó a casa con una silla de ruedas que compró después de ver en el periódico el anuncio de una mujer a la que se le había muerto recientemente su marido minusválido. Recuerdo que ese día fue uno de los más bonitos e ilusionantes de mi vida, pues desde que por mi cuenta aprendí a manejarlas en el gimnasio de Maudes, siempre deseé tener una silla de ruedas para poder desplazarme mejor que con los difícilmente manejables cochecitos de niño que hasta entonces había tenido, y así lograr esa tan ansiada autonomía personal que todos los minusválidos tenemos como gran meta.

            Tan contento estaba con mi nuevo vehículo, que hasta que no me lo contaron ellos mismos mucho años después, no me di cuenta de que la entrada de la silla de ruedas en casa, había provocado más de una lágrima en los ojos de mis padres, ya que, aunque siempre me habían visto en cochecitos de niños, no era igual que verme ahora ya en una silla de ruedas de adulto, pues esto para ellos confirmaba que mi minusvalía era definitiva.

            Después de las primeras y lógicas reticencias de mis padres, logré convencerlos de que me dejasen salir solo a la calle. Recuerdo la inmensa alegría y satisfacción que sentí al salir por primera vez a la calle yo solo, pues me encontré con una desconocida impresión de libertad al ver que podía ir para donde deseara conduciendo la silla de ruedas, sin tener esa desagradable sensación de depender siempre de alguien.

            Al quedarme bastante grande la silla, y que duda cabe, por estar en la "alocada" edad de la adolescencia, me caí muchas veces durante los primeros años. Pero poco a poco fui creciendo tanto físicamente para llenar la silla con mi cuerpo, como en prudencia y maña para dirigirla.

            Casi todos los días salía a dar una vuelta por las inmediaciones de nuestra casa. Al principio la gente no me conocía, y por la desastrosa pinta que tengo, creían que además de minusválido físico lo era también psíquico. Para ilustrar esto, contaré una anécdota que me ocurrió una tarde en el portal de nuestra Iglesia. Los hechos ocurrieron así:

            Cuando me vieron llegar, dos señoras de mediana edad se pusieron a hablar sin mucho disimulo que digamos sobre mí. Más o menos el diálogo fue este:

            - ¡Pobre muchacho!, mírale que aspecto tiene, se ve a la legua que no está bien y sin embargo, ahí le tienes, le dejan salir solo, ¡desde luego que gente hay! (dijo una de ellas).

            - Sí, hija sí, estos chicos lo mejor que les puede pasar es que se mueran, pues para estar así, sin entender nada, no vale la pena que vivan (aseveró la otra con todo convencimiento).

            - ¿No te acuerdas? en Puertollano teníamos un vecino parecido a este crío, y cuando se le murieron los padres sus hermanos no quisieron saber nada de él. Pero el pobre, tuvo suerte, pues poco tiempo después de ingresar en una residencia, murió (añadió la primera en hablar, sin apartar los ojos de mi).

            A pesar de mis pocos años, yo ya estaba acostumbrado a escuchar semejantes conversaciones sobre mí, y aunque algunas veces me resultan bastante duras de oír, siempre me ha interesado saber como piensan las personas, y si no hubiera sido por un imprevisto, me habría quedado más tiempo escuchando. Esta casualidad fue la siguiente:

            - ¡Hola Cipri.! ¿Que haces por aquí? (me preguntó Conchi, una vecina nuestra que pasaba por allí).

            - Dando una vuelta (respondí, y al marcharme con ella, añadí, dirigiéndome hacía las dos mujeres).¡Hasta luego, mancheguitas!.

            - ¡Anda.! ¡Pero sí habla y entiende! (exclamó una, que al igual que la otra, se habían quedado de piedra).

            Historias como esta, he presenciado bastantes, y he podido comprobar que aunque la mayoría de las personas responden con amabilidad, y a veces con una exagerada predisposición de ayudar ante la presencia de un minusválido; hay otro grupo mucho más minoritario que, sobre todo si el deficiente se encuentra solo, no reacciona con gentileza ante los infortunios del cuerpo y mucho menos aún con los de la mente.
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Cipri

Junio de 1998

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